Saludos Amigos Lectores,
Ya que este es nuestro primer post de 2016, queremos, primeramente, desearles a todos ¡un muy feliz año nuevo! Les damos las gracias por su apoyo y esperamos escuchar de ustedes. Este mes estamos encantados de tener un blog de Rosa Lowinger. Rosa es una reconocida especialista en conservación, curadora y escritora. Su relato se lee como una novela de detectives y aborda un motivo importante en el folclore cubano: la idea de que abundan los tesoros escondidos en toda la isla, una metáfora, quizás, para los recuerdos que hemos dejado atrás y un futuro que nunca llegó. Disfrútenlo y, por favor, ¡compartan sus propias historias de tesoros escondidos!
Abrazos,
Ruth y Richard
by Rosa Lowinger
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En enero de 1961, poco antes de que mis padres salieran de Cuba para siempre, mi padre y mi abuelo escondieron $200,000 en un techo falso que habían construido dentro del clóset del vestíbulo a la entrada del apartamento de mi abuelo. Los billetes estaban enrollados con una liga de goma y apilados sobre una plancha de madera atornillada al techo, empapelado este cuidadosamente, para que nadie lo encontrara antes de que mi familia regresara. Seis años más tarde, mis abuelos también se fueron de Cuba. Y jamás recuperaron el dinero.
Me enteré de esta historia por primera vez en mayo de 2000. Para entonces, llevaba como siete años haciendo viajes de regreso a Cuba. Mis viajes estaban siempre relacionados con mi profesión, que es la conservación del arte y de la arquitectura. La Habana es una ciudad que ruega por su conservación. Donde quiera que uno mire hay algo de valor histórico que necesita ser reparado. Yo no sabía eso de La Habana durante mis años de crianza. Mi familia o no estaba al tanto de la riqueza arquitectónica de nuestra ciudad natal, o no se interesaba en riqueza de ese tipo. Yo, en cambio, me he ganado (y me gano) la vida en la preservación y restauración de esculturas y superficies decorativas que le dan a un edificio su valor histórico. Cosas como murales cerámicos, pavimentos de terrazo, accesorios de iluminación en bronce, mosaicos, y acabados decorativos de hormigón pintado o al vaciado. La primera vez que fui a Cuba fue para presentar una ponencia en una conferencia de conservación. Luego me invitaron a impartir talleres en el ya desaparecido Centro Nacional de Conservación, Restauración y Museología. Con el tiempo empecé a trabajar con artistas contemporáneos cubanos, ayudándolos a resolver problemas técnicos sobre la fabricación y la longevidad de sus materiales, al comenzar ellos a vender en el mercado americano. También me dediqué a guiar grupos de profesionales de las artes y conservacionistas en visitas a la Isla.
Fue durante esta etapa posterior de mis viajes que mi padre me reveló la historia del tesoro enterrado. Me estaba preparando para mi viaje cuando casualmente dijo: “Oye, si alguna vez llegas a nuestro antiguo edificio de apartamentos, debes tratar de encontrar los $200,000 que tu abuelo y yo escondimos en el clóset del vestíbulo.” Esta confesión me tomó completamente por sorpresa. Yo sabía que mi abuelo era alguien de dinero en Cuba. En 1921 había llegado como inmigrante y en 1959 ya tenía dos tiendas y dos edificios de apartamentos, incluyendo aquel en el que habíamos vivido. Pero tener ese tipo de dinero en efectivo a la mano era otra cosa. Al escuchar a mi padre, que había pasado por toda una serie de problemas económicos en los Estados Unidos, explicarme cómo habían escondido el dinero, pude sentir su pérdida y su dolor. Pero yo no tenía la más mínima intención de buscar el dinero.
Mientras me contaba todo esto, mi padre habló en detalle de lo alto que era el puntal del techo, lo difícil que era perforar en el bloque de hormigón, y cómo el empapelado de la pared, que tenía un estampado intricado de naranjos y remolinos abstractos, lo tuvo que fijar con falsas molduras para que pareciera auténtico. Reconocí esta manera de hablar — es el tipo de información que a la gente en mi campo le gusta dejar caer en la conversación. Así que para cambiar un poco el tema de la angustia de la pérdida, le pregunté, “¿Cómo es que sabes tanto de la construcción del edificio?” Mi padre me soltó una bomba aún mayor que la anterior: “¿Cómo puedo saber? Porque yo fui quien diseñó el edificio. Por eso.” Eso sí es lo que se dice un tesoro enterrado. Mi padre, que no era arquitecto, había diseñado un edificio. Resulta ser que él quería estudiar la carrera de arquitecto, pero su padre insistió en que trabajara en la tienda de la familia. Como concesión, Abuelo compró un terreno y le dijo a mi padre “si es tan importante para ti diseñar un edificio, pues dale y haznos uno.” Fue así que mi padre dibujó la estructura, tomando su inspiración de las revistas de arquitectura que eran populares en La Habana de 1940. Luego mi abuelo contrató “a un arquitecto de verdad” para trazar planos precisos.
El edificio es una estructura modesta en El Vedado, cerca del Malecón. En mi profesión le llamamos a ese estilo “moderno ordinario.” Esto quiere decir que no está espléndidamente ataviado, como el Hotel Riviera, ni es formalmente exquisito como el Tropicana de Max Borges, ni grandioso como las casas de Nuevo Vedado que cuentan con altísimos, tejados en voladizo. Pero tiene un estilo decididamente moderno, incluso desde el exterior. Le había pasado muchas veces por delante a lo largo de los años, pero nunca se me había ocurrido entrar. Se me hacía raro que la gente fuera a pensar que lo que yo quería era inspeccionar la propiedad de mi familia para hacer algún reclamo en el futuro, lo cual no era para nada mi caso. Pero se me ocurrió contar la historia del tesoro escondido a unos amigos en La Habana — un artista llamado Alex y a Aquiles, su asistente de estudio. Alex, una estrella en ascenso en el mundo del arte cuya obra ya exigía altos precios, tomó el relato en el mismo espíritu que yo: como una de los tantos cuentos de tesoros enterrados que a los exiliados cubanos les gusta contar. Y al igual que yo, reconoció que el detalle de que mi padre hubiera sido el arquitecto del edificio era el bocado más valioso, porque revela algo sobre mis propias decisiones en la vida. La conservación es una profesión extraña, y yo misma nunca he llegado a entender realmente cómo llegué a amar con tanta urgencia la reparación de las cosas materiales. Y ahora entendía al fin por qué.
Para Aquiles, el asistente de estudio, el cuento de la arquitectura era una nota simpática pero al margen de la historia principal: había $200,000 escondidos en un techo, potencialmente al alcance del que quisiera hacer zafra. Siendo un tipo que se mueve con facilidad en la calle y que se las sabe todas y conoce a todo el mundo en La Habana, me pidió la dirección. Se la di y resultó ser que una antigua novia de él, llamada Liana, por esas casualidades de la vida, vivía en el mismísimo apartamento en cuestión. Al día siguiente, fue hasta allá a explorar la situación. Y después vino a mí con un plan. “Liana está en España, pero su abuela alquila su cuarto”, me informó. “Le dije que lo necesitaba para pasar la noche con mi nueva novia — una norteamericana cuyo abuelo había vivido en ese apartamento.”
A la tarde siguiente me fui para allá con él. La abuela de Liana no podría haber sido más amable. Nos sirvió café y se puso a chacharear con nosotros de lo mucho que le encantaba el edificio, sin mostrar ni una pizca de sorpresa que una mujer de cuarenta y tantos años tuviera una aventura amorosa con un joven de 23 años de edad y que estuviera dispuesta a pagar $30 con tal de acostarse con él en la cama de su propia abuela. Para que quede bien claro: yo no estaba teniendo un romance con Aquiles y lo único que quería era que todo el mundo se fuera para poder sentir el espacio que mi padre había diseñado sin tener los ojos de todos en mí. Mi padre tenía apenas 17 años cuando hizo el trabajo, pero en sus detalles decorativos se puede ver claramente que era un hombre de talento, un verdadero modernista. A los 17 años había logrado convencer a su padre inmigrante, de temperamento práctico, a instalar divisiones de madera en forma de boomerang entre la sala y el comedor. La puerta de entrada a cada unidad era de vidrio ahumado en una enmarcación metálica. Lo más asombroso de todo era el pasillo central con su baranda de aluminio curvado, suelos de terrazo negro y paredes con un acabado que era imitación de travertino. Nunca entendí a mi padre hasta ese momento cuando me senté en esa sala, viendo lo que había diseñado.
En cierto momento me di cuenta de que la mujer estaba muy consciente de que mi abuelo no había simplemente vivido en el edificio, sino que había sido su propietario. Ella se esforzó en impresionarme con historias de lo bien que lo cuidaban sus actuales residentes: “Tenemos una comisión de mantenimiento que inspecciona el techo cada mes y que prepara una barricada para proteger el garaje subterráneo cuando viene alguna tormenta …” El subtexto estaba claro: Este edificio puede haber sido alguna vez de tu abuelo, pero es nuestro ahora. No tenía intención de reclamar propiedad en lo absoluto, pero su tono me molestó. No, el edificio es y fue y siempre será de Leonardo Lowinger, de la misma manera que Tropicana siempre será de Max Borges y la casa De Schultess siempre será de Richard Neutra … pensé. Luego me soltó una bomba similar a la que me había soltado mi padre apenas unos días antes: “El edificio está construido mejor que todos los que lo rodean. Eso es porque el hijo del dueño lo diseñó. Hay otro igual en Lawton “.
Hablamos de mi padre un rato. Ella sabía que él lo había diseñado, ya que esto se había transmitido de un residente a otro, desde el encargado del edificio, quien, por cierto, mi padre había vilipendiado durante años porque era un comunista que había ayudado a intervenir la propiedad por allá por el 1960. Sin embargo, se había asegurado de que los residentes supieran que el viejo que había sido el propietario del edificio tenía un hijo que lo diseñó. Le dije que nunca había diseñado otro edificio, que nunca estudió arquitectura. Ella dijo que era una pena, porque tenía claramente talento. Le dije que yo restauro edificios históricos, y que los modernos son mis favoritos. “Por lo menos el talento continúa,” dijo ella, y todos nos levantamos para irnos. Mientras nos despedíamos, haciendo los arreglos para la noche siguiente de “cita amorosa”, decidí simplemente pedir ver el clóset del vestíbulo. La mujer abrió la puerta muy cordialmente. El clóset estaba repleto de ropa y herramientas y otras cosas. Para mi alivio, el empapelado de la pared había desaparecido. Había rastros del empapelado, pero el clóset claramente había sido alterado. Aquiles estaba decepcionado, pero lo convencí de que el cuento era incluso mejor que el propio dinero. Escribimos juntos un cuento sobre ello. Y al escribir estas líneas lo estamos desarrollando en guion. Esto lo hace feliz.
Cuando regresé a Miami, le dije a mi padre que yo había estado en el interior del edificio. Le mostré fotos y le dije que los residentes sabían que él lo había diseñado y que estaban agradecidos por su calidad. Yo sabía que decir esto no era suficiente para compensar por la pérdida, pero para mí era importante ofrecerle algún consuelo. Se quedó callado un rato, y dijo al cabo, “Yo hice otro, para tu abuelo, en Lawton. Mira a ver si en algún momento lo encuentras”.
Rosa Lowinger es presidente de RLA Conservation, Inc., empresa de conservación de materiales, con oficinas en Miami y Los Ángeles. Es co-autora de Tropicana Nights: the Life and Times of the Legendary Cuban Nightclub (Harcourt, 2005) [Noches de Tropicana: la vida y la época del legendario club nocturno cubano], y escribe con frecuencia sobre el arte cubano, la arquitectura y la vida nocturna de los clubs de La Habana en los años 1950. En 2013 organizó la exposición Concrete Paradise: Miami Marine Stadium [Paraíso concreto: El Estadio Marino de Miami], en en el Museo de Coral Gables y es actualmente curadora invitada de la exposición del Museo Wolfsonian titulada Promising Paradise: Cuban Allure, American Seduction [La promesa del paraíso: atracción cubana y seducción americana] que se inaugurará en mayo de 2016.
Eduardo Aparicio es traductor, escritor y fotógrafo. Nació en Guanabacoa, Cuba, y actualmente reside en Austin, Texas, donde es presidente de AparicioPublishing.com.
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