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Lifting the Emotional Embargo

El entrenamiento de un perro actor callejero: La nueva Cuba

February 28, 2017

Los observadores de Cuba han notado que hay una “nueva Cuba” que va tomando forma rápidamente. En La Habana, el destino principal de la mayoría de los turistas americanos, se requieren reservaciones en los restaurantes más icónicamente chic, como La Guarida, y los hipsters americanos están omnipresentes en las calles de adoquines de La Habana Vieja. Vanessa García, que recientemente regresó de un viaje a Cuba, se pregunta si todos estos turistas americanos son una bendición o una plaga. Estamos encantados de presentar su pieza perceptiva, que ofrece una mirada fascinante de cómo el socialismo y el capitalismo se dan ese encontronazo en la Isla hoy. Ojalá que disfruten de la pieza de Vanessa ¡y esperamos sus comentarios!


por Vanessa Garcia

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En La Habana Vieja hay un perro —un perro salchicha— que realmente odia a Trump. Al sonido de su nombre, gruñe y muestra sus dientes: Grrrrr. Cuando se menciona a Obama, sin embargo, se vuelve dócil y pone la cabeza en el pecho de su dueño, amorosamente. Lo hace una y otra vez, al mando. Su dueño, un cubano, lo ha entrenado para hacer esto. Es claramente un acto dirigido a la nueva ola de turistas americanos que van al encuentro de Cuba, un fenómeno que vi recientemente de primera mano.

Acabo de regresar de una visita de cuatro días a La Habana, una ciudad cuyo pulso he estado monitoreando de lejos desde que era niña en Miami. Soy una “ABC”, una American Born Cuban, es decir, una cubana nacida americana, y siempre he encontrado a La Habana en el centro de mi propia identidad y existencia. Primero escuché historias de Cuba a través de mis padres exiliados; y más tarde, en los años 90, a través de los balseros cubanos que llegaron al sur de la Florida, hambrientos, quemados del sol y desesperados.

En estos días, monitoreo a Cuba más de cerca que nunca, no de segunda mano, sino con los pies en el suelo cubano. He estado en Cuba tres veces desde el 2014, y cada vez hay cambios que notar y desentrañar.

En esta última visita me sorprendió lo fácil que es llegar a La Habana. Ya no tengo que viajar en un vuelo fletado que sólo cubanos, cubano-americanos y personas con licencias especiales podrían abordar, como tuve que hacer la primera vez que volé a Cuba en el 2014. Esta vez, no tuve que llegar al aeropuerto de Miami cinco horas antes de mi vuelo, ni competir por el espacio con todos los demás cubanos que llevan montañas de aspirinas, ropa, electrodomésticos y otros “regalos” para sus familias. Esta vez, estaba en un vuelo de American Airlines, como cualquier otro vuelo internacional, repleto de turistas.

Photo credit: Ruth Behar

No es ningún secreto que el turismo ha estado en aumento en Cuba. En el 2015, un total de 3.1 millones de personas visitaron la Isla, de las cuales aproximadamente 148,000 eran americanos. Gracias, en parte, a American Airlines y JetBlue, que comenzaron a ofrecer vuelos directos a La Habana en septiembre del año pasado, el número de turistas aumentó a 4 millones en 2016.

La mañana de mi vuelo, abordé el avión con los ojos abiertos y optimista; Llegar a mis raíces, después de todo, era ahora más sencillo que nunca. Mi cuerpo comenzó a titilar con la misma electricidad que siempre me llena cada vez que voy a Cuba. Pero cuando aterrizamos en La Habana, nadie aplaudió. Se me cayó el alma.

Lo cierto es que hemos tenido una larga tradición de aplaudir cuando se llega a Cuba desde Miami. Un aplauso resonante, visceral, símbolo de regocijo, de alivio, de felicidad, de hogar. Los cubanos, los cubano-americanos y los ABC que solían aplaudir comprendían las interminables millas invisibles que de alguna manera abarcaban las meras 228 millas entre el aeropuerto de Miami y el Aeropuerto Internacional José Martí. De alguna manera, ese contexto se ha perdido ahora. Y esto parecía triste y peligroso, mientras que al mismo tiempo simplemente señalaba el surgimiento de una nueva era.

La segunda cosa que observé fue la cantidad de inglés que se escucha en las calles del Vedado, barrio donde me estaba quedando y donde nació mi madre, la invasión de hipsters americanos que deambulan por las calles cubiertas de adoquines en La Habana Vieja, el número de personas de EUA que reconozco en mi vuelo rumbo a La Habana y en el de regreso.

La pregunta que se impone: ¿Son todos estos turistas americanos una bendición o una plaga?

Basta preguntar a cualquier cubano en la calle tratando de vender la bendición de Yemayá, o un paseo en su almendrón (el término popular para los clásicos carros grandes americanos de los años 50), y dirán que están encantados con el turismo. “Que vengan. Entre más, mejor.” Cuantos más americanos aterricen en La Habana, explican, más cubanos podrán comer, construir mejores viviendas, comprar casas, montar negocios y compartir la riqueza.

Sin embargo, si se les pregunta a los americanos por qué están visitando Cuba, lo que se escuchará una y otra vez es que quieren “desconectarse” y ver La Habana “antes de que cambie”. La ironía es, por supuesto, que ellos mismos están provocando un cambio en Cuba, en tiempo real, que lo comprendan o no.

Hay más en la ironía. Los americanos pueden “desconectarse” en La Habana, tomarse unas vacaciones de la abrumadora locura de titulares con la que tienen que lidiar en su país, porque los cubanos tienen muy poco acceso a Internet. El Wi-Fi en Cuba brilla por su ausencia, a excepción de las señales de mala calidad que el gobierno permite en ciertos parques, donde se aglomeran cubanos de la generación del milenio, tratando de conectase al mundo exterior, con ansias por la misma conexión de la que los hipsters americanos se quejan de tener demasiado.

Los cubanos, que siempre inventan, han evadido la falta de conectividad creando un “paquete” semanal de multimedia —películas, música, programas de TV (excepto porno y “contenido político”)— que carga en discos duros y CDs y luego se distribuye. Como tal, pueden ponerse al día con lo que sucede fuera de la Isla. El paquete es enorme: alrededor de 1 terabyte de datos, reuniendo todo tipo de géneros, desde artículos de revistas y literatura hasta películas de superhéroes. Es la mejor opción dada la falta de acceso ilimitado a Internet.

En La Habana, estos dos extremos se están dando un encontronazo (¿o quizás se estén fusionando?): los americanos que huyen del capitalismo obeso que nos ha llevado a Trump (Grrr) y los cubanos que están tratando de escapar del socialismo extremo que les ha hecho pasar hambre y les ha negado información y alimentación, tanto de la mente como del cuerpo.

Lo que los americanos compran cuando llegan a Cuba es el tercer mundo como mercancía, a corta distancia de Estados Unidos (la puerta de escape, en otras palabras, está cerca). Este es un lugar donde los americanos pueden rondar desde lo alto, pero sin entretejerse, mientras los cubanos buscan que les caiga un chorrito del exceso americano.

Todavía no está claro qué resultará de esta fusión/colisión. Tal vez a ese perro salchicha llegarán a entrenarlo a gruñir al escuchar la palabra “americano”, tal como Fidel había entrenado a su pueblo a hacerlo tras los excesos de los regímenes títeres manipulados por Estados Unidos, antes de la revolución. Todo dependerá de cuán cuidadosos sean los americanos en sus pasos y con cuánta historia decidan conectarse cuando se desconectan en La Habana. Tal vez los americanos puedan aprender a aplaudir cuando aterricen en La Habana. No, eso es peor. Se acerca demasiado al condicionamiento comunista.

Para mí, el momento que me hizo entender todas estas complejidades fue cuando utilicé el baño en La Guarida, una de las paladares más elegantes para turistas en Cuba. Ha existido desde 1996, y ha ganado popularidad debido a la película Fresa y Chocolate (1993), que fue filmada parcialmente allí.

La película gira en torno a un estudiante revolucionario cubano muy recto llamado David, que conoce a Diego, un librepensador, desilusionado con el régimen y la forma en que lo trata como hombre gay. La película se convierte en una historia enternecedora de amistad, pero trata también de las tribulaciones y las glorias de dos mundos al encuentro, igual que ocurre hoy en Cuba y dentro de La Guarida, una vez más.

Cuando llegas por primera vez al restaurante, ubicado en Centro Habana, te recibe un mural descascarillado de Camilo Cienfuegos, uno de los héroes de principios de la revolución que luchó junto a Fidel y que más tarde “desapareció”. Al subir las escaleras destartaladas con su “romántica” decadencia, lees la advertencia en la pared, literalmente: la famosa consigna de propaganda de Fidel Castro, “¡Patria o Muerte!”

A través del moho y la suciedad y las capas de pintura del pasado, sigues subiendo. Hasta llegar a una habitación amplia y vacía con arcos. Cuando llegamos aquella tarde, el herrumbroso sonrosado de la puesta de sol se filtraba a través del espacio: esa luz tan particular de La Habana.

Después de otro grupo de escaleras, llegamos a un bar en la azotea. En el borde del bar, los propietarios habían colgado una armadura blanca que creaba un marco alrededor de la vista de la ciudad perfilada contra el horizonte. El marco condujo nuestra mirada hacia el paisaje urbano—una vez más, los viajeros no estábamos sumidos en el entretejido de La Habana, sino suspendidos sobre ella.

Las cámaras de los iPhones, incluyendo el mío, cedieron al liderazgo del ingenioso marco.

Una vez sentados en nuestra mesa, el menú ofrecía platos elegantes y variados: cocina cubana internacional, masala de cordero, atún marinado en caña de azúcar y coco, cochinillo en reducción de miel de naranja, incluso langosta (cuya venta estaba antes prohibida dentro de Cuba) por 20 CUCs, que es el equivalente de lo que algunos cubanos ganan en un mes.

Incluso hay un lugar en el restaurante (que era la habitación de Diego en la película) decorado con artículos que hacen referencia a la película. Mientras miraba a mi alrededor y comía aquella noche, entendí a nuestro taxista, que había hecho una mueca de desprecio con la nariz esa misma noche cuando le dijimos que íbamos a cenar a La Guarida. “Uf … falso”, dijo, virando los ojos para arriba, un retrato de La Habana, enmarcado.

Fue entonces cuando mi mente comenzó a dar vueltas: En la superficie, la necesidad de empaquetar la experiencia de comer bien en la descomposición mercantilizada, con el fin de aumentar la palatabilidad y el deleite, parece un ejercicio capitalista. Pero cuando uno lo mira desde otro ángulo, este encuadre también forma parte del ethos comunista que quiere controlar lo que se ve, lo que se sabe, lo que se puede acceder y pensar. Cuando los dos sistemas llegan a sus extremos, al parecer, escapamos del capitalismo sólo para encontrarnos con el comunismo, haciendo un círculo completo. Tal vez la pregunta que se debe hacer sea: ¿Cómo se ven las cosas desde el centro del círculo?

Hacia el final de la noche, me dirigí al baño. Que también era muy del momento. Un gran lavamanos comunal en el centro, con toallas colgando en la pared como en una instalación de arte. Teniendo en cuenta que en cualquier otro lugar en Cuba hay que pagar 25 centavos por una sola pieza de papel higiénico, si tienes suerte, esto se sentía decadente.

En la pared, sin embargo, un recordatorio. Una acuarela de una mujer en cuclillas flotando sobre un inodoro, desnuda. Detrás de ella, en la imagen, un rollo de papel higiénico vacío. La pieza se titulaba: “Sin Papel”. Nosotros, en La Guarida, ciertamente no nos quedamos sin papel, pero muchos de nosotros todavía tenemos tías y primos en Cuba que se bañan con cubos y recorren a diario la ciudad en busca de papel higiénico.

Por un lado, estaba feliz de estar en La Habana, en La Guarida, compartiendo con amigos cubanoamericanos y americanos por igual. Todavía se sentía algo muy especial e histórico, el comienzo de un proceso, un espacio que Obama permitió para crear una apertura (no es de extrañar que el perro prácticamente ronroneara como un cachorro al escuchar su nombre). Por otra parte, sentía un constante tirón en mi pecho, casi una tristeza, un recordatorio de que el proceso de cambio es duro y, a menudo, caro.

El sitio web de La Guarida dice: “Bienvenido a la guarida. Este es un lugar donde no se recibe a todo el mundo.” Es lo que Diego le dice a David en la película cuando lo invita a su casa, llena de libros censurados y culto ilegal. Se puede ver el atractivo para los americanos en esa declaración—el hipster por siempre en busca de la “clandestinidad” en un mundo donde todo está en la superficie, en su cara. ¿Pero es esto a expensas del cubano medio, que no puede permitirse entrar y que vive en un submundo perpetuo, siempre anhelando llegar a la superficie, siempre flotando sobre el inodoro, “sin papel?” Tal vez sí, tal vez no. Todo depende de cuántas personas se fijen en la acuarela en la pared del baño de La Guarida, y cuántas se detengan a reflexionar sobre su significado. Para ello, hay que mirar de cerca y leer el título, que está en español. Es entonces cuando la imagen cambiará. De repente, la mujer en la pared no es sólo una mujer desnuda a quien mirar, sino una mujer desnuda en necesidad, una que está viva en una historia real y en la calle fuera del restaurante.

Cómo vemos a esa mujer hará toda la diferencia en cómo extendemos nuestra mano y el tipo de puente que construimos a Cuba y viceversa.

Vanessa García es escritora multi-media y autora de la novela White Light, seleccionada como uno de los mejores libros de 2015 por NPR.

de Eduardo Aparicio. Eduardo Aparicio es traductor, escritor y fotógrafo. Nació en Guanabacoa, Cuba y reside en Austin, Texas.

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