BRIDGES - TO/FROM - CUBA

Lifting the Emotional Embargo

Manifiesto de un corazón cubano

October 19, 2015

Fue una conclusión tan lógica como aparentemente irreversible: Mi Cuba estaba enterrada en Miami. Esto lo decidí el día que, en el mausoleo, un empleado del cementerio cerró la pequeña puerta de cristal del nicho donde quedaron las cenizas de mi padre, junto a la urna de las de mi madre.

Aquel clic sordo del metal terminó por romper lo que aún me unía a Cuba. Ya los restos de mis abuelos y de mis padres pertenecían a la ciudad americana que los había recibido con los brazos abiertos, y que nos acogió en nuestra andadura de refugiados a ciudadanos. Esta fue la ciudad donde, como jovencita cubana, me enamoré de un idioma de palabras tan precisas que requerían el gesto justo de los labios y un ritmo especial. Fue aquí donde mis padres encontraron a Cristo y a los Miami Dolphins, y donde nuestras oraciones dominicales se extendían del altar al parque, y a la mesa familiar. Donde fragmentos de nuestra Cuba nos hacían guiños con cada sabor y cada nota musical.


por Liz Balmaseda

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Liz in Miami, 1962

Liz in Miami, 1962

Decidí que esa Cuba mía se acabó. La idea era desoladora. Pero para mi sorpresa, me resultó una liberación. Puso fin a la calentura de cinco décadas de algarabía política y a mi fijación con los vaivenes de la política exterior, con las intrigas de la isla, y con la Espera de la Caída.

¡Se acabó!

Mi Cuba era una realidad transplantada, una isla que sólo existiría mientras mis antepasados más cercanos estuvieran vivos. Mi Cuba no iba a mantenerse viva porque mis padres cuchichearan sobre Fidel, o suspiraran por la tierra perdida, o soñaran con asar el mítico lechoncito del campo cubano. En la plenitud de sus vidas en el exilio, mis padres y mis abuelos habían dejado eso atrás. Celebraban sus raíces, su familia y su cultura, pero habían dejado que el conflicto político pasara a un segundo plano. Sin duda, de vez en cuando sus sentimientos por Cuba influenciaban su voto en las elecciones, pero habían abandonado sus sueños de retornar.

Y sin embargo, a mi no me parecía convincente la marcha hacia adelante de mis padres. Seguro que anhelaban volver a pasear por la plaza municipal donde salían de novios, y a por playa en la que se conocieron. Seguro que soñaban con mostrarme la casa en la que mi madre se refugió cuando los rebeldes invadieron nuestra ciudad en 1958, la misma de la que huimos en 1959 cuando yo solo tenía diez meses. Sin mis padres, tuve la ocasión de visitar mi ciudad natal, Puerto Padre, a los veinticuatro años, y eché de menos los detalles de sus historias; los detalles que hacían especial mi historia. Me puse en su lugar. Jóvenes cubanos escapando de la isla con su bebé, dejando atrás su mundo y a la gente que conocían. ¿Era descabellado pensar que sus corazones ya no latían por Cuba?

Entonces traté de mantener a Cuba viva en la música que compartía con ellos, en las comidas que aprendí a cocinar, en toques decorativos de la casa. Por supuesto, el miedo que yo sentía al margen de todo esto era el siguiente: que mis padres murieran sin haber podido ver Cuba de nuevo. Sería espantoso.

Esta antorcha que yo llevaba por mi isla natal resultó ser una cosa curiosa para Roberto, mi primo cubano, y para Pepe, su compañero de mucho tiempo. Cuando llegaron como refugiados a Miami hace quince años, un día se pararon a mirar un gran poster de José Martí que está en la oficina de mi casa. Cuando creyeron que yo no les podía oír, Pepe le dijo a Roberto: “No sabía que tu prima fuera tan patriota”.

Cuando ellos decoraron su pequeño apartamento en Hialeah, lo llenaron de artefactos de indios americanos que reflejaban su fascinación por las culturas indígenas, los tocados de plumas y los caballos salvajes. Ellos no sentían la necesidad de rendir tributo a Cuba en sus paredes o en sus escaparates. Cuba estaba como un susurro en sus corazones, en sus cocinas, y en sus equipos de música.

En nuestras conversaciones y en nuestros viajes por carretera por los Estados Unidos, me di cuenta de que el lugar que yo trataba de mantener con vida para mis padres era muy diferente del que ellos habían dejado atrás. Como traductora infantil y guía de mi madre durante sus primeros años de exilio, yo sentía que recaía en mi el mantener el tema cubano, de alguna manera, en su vida. Después de la muerte de mis padres, pensar en la isla, en su disfuncionalidad y su melancolía, se hacía intolerable. Me di a mi misma el permiso de desconectar esa Cuba imaginaria de la máquina de respiración artificial.

Y entonces murió mi primo Roberto.

Unos días después, me reuní con un pequeño grupo de parientes en la capillita en la que Pepe había organizado el funeral. Ellos habían estado juntos durante cuarenta y cinco años, desde que Pepe, el más joven de los dos, tenía sólo 23. Habían mantenido un romance en una época en que ese tipo de amor era no sólo ilícito sino peligroso, cuando los hombres homosexuales llenaban los campos de castigo del gobierno cubano. Su relación había sobrevivido del modo más antiguo y espléndido: gracias al amor incondicional de la familia.

Y por todo esto no es de sorprenderse que en estos días de la histórica visita del Secretario de Estado norteamericano a La Habana, Pepe jugara un papel menos visible pero igual de importante: viajar a La Habana con las cenizas de Roberto en su regazo. Para él, los faustos principales fueron los de la procesión de todos sus hermanos y hermanas, con sus respectivos cónyuges e hijos, acompañándolo a la cripta familiar donde las cenizas de Roberto serían depositadas para el descanso eterno.

Legalmente, la cripta pertenecía a la familia de Pepe, pero la madre de Roberto también habia sido enterrada allí. Fue deseo de Roberto en su lecho de muerte, en una noche desangelada en el pequeño apartamento de Hialeah, que lo enterraran allí.

En aquellos días rememoré una mañana de 1984 en La Habana. Sin apenas previo aviso, me habían asignado a cubrir un desfile de moda en La Habana, algo inusual. En aquella época anterior a los teléfonos celulares y a Skype, aterricé sin más en el Aeropuerto José Martí, y tomé un taxi al edificio de apartamentos donde mi primo Roberto vivía con su made, la hermana de mi padre. Les tomé completamente por sorpresa. Sus expresiones de entusiasmo al abrirme la puerta quedaron grabadas para siempre en mi memoria. Como el poster de José Martí de mi oficina, esa imagen mental entró en la cápsula del tiempo que era mi Cuba transplantada.

Era una cápsula que se expandiría años después, cuando Roberto y Pepe se instalaron en Miami. A medida que me fui acercando a ellos y escuchando sus cuentos de la vida diaria en La Habana, fragmentos de la Cuba de ellos pasaron a ser míos también. Tras la muerte de Roberto, su esencia adquirió claridad y pude entender a Cuba de una manera mucho más rica que con cualquier informe, reporte oficial, o propuesta política. Ya no se trataba de una cápsula cuidadosamente construida por mí, sino de una conformada por el amor de mi familia. Y como nuestra base era sólida, podía incorporar sin ningún temor las experiencias e historias de otros.

Liz as an infant in Puerto Padre, Cuba, with mom, Ada, and dad, Eduardo, just weeks before they left for their new life in Miami, 1959

Liz cuando era un bebé en Puerto Padre, Cuba, con su mamá Ada y su papá Eduardo, sólo unas semanas antes de que se fueron para sus vidas nuevas en Miami, 1959

Me convencí de que ningún temor ni ninguna influencia externa podría apagar la luz de esta cápsula. Esa luz es la que ha inspirado esta especie de manifiesto personal:

Mi Cuba no acepta fronteras impuestas. La puedo encontrar en La Habana y la puedo encontrar en Hialeah. Puedo encontrarla en la cadencia de una conversación oída en West Palm Beach. Puedo encontrarla en el sonido del sofrito en mi cacerola. No tiene por qué ser el escenario perfecto de los fotógrafos que buscan hacer pornografía de la pobreza. No es una estética que pudiera arruinarse con la construcción de arcos dorados.

Mi Cuba no es la del oportunismo comercial ni la de la fascinación culinaria. No es una que sea formulada por los edictos de un régimen o una administración.

Mi Cuba no está enterrada. Ni en Miami ni en La Habana. Mi Cuba está viva.

A pesar del dolor, está viva. A pesar de la muerte, está viva.

Ganadora de dos premios Pulitzer, Liz Balmaseda es una narradora de corazón. En la actualidad trabaja como editora y crítica culinaria en el Palm Beach Post. Durante sus treinta y cinco años de carrera periodística, se ha desempeñado como corresponsal extranjera, escritora en revistas, productora de televisión, y columnista de asuntos locales. Fue en esta última capacidad, en el Miami Herald, que ganó un Pulitzer en 1993, en la categoría de Comentario, compartiendo un segundo en 2001, en la categoría de Noticias de Ultima Hora. Balmaseda es también autora y co-autora de varios libros, incluyendo las memorias de un médico de Miami dedicado a los desamparados, Pedro José Greer (Waking Up in America), las memorias de la presentadora de televisión Maria Elena Salinas (I Am My Father’s Daughter), y una novela (Sweet Mary). Como escritora, ha sido ganadora de un Premio de la Herencia Hispana (Hispanic Heritage Award). Balmaseda fue productora asociada del largometraje de HBO, For Love or Country, sobre la vida del trompetista cubano Arturo Sandoval. Actualmente reside en Palm Beach Gardens, FL, donde las historias que más disfruta son las que les cuenta a sus perros: Lola, un bulldog Americano, y Jack, que es mezcla de labrador.

Traducción de Ariana Hernandez-Reguant

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