BRIDGES - TO/FROM - CUBA

Lifting the Emotional Embargo

Siempre Pa’lante

February 1, 2022

¡Les deseamos a todos/todas un feliz año nuevo, un poco tarde pero con mucho corazón! Para comenzar nuestro blog en 2022, estamos encantados de presentar un importante y a la vez emotivo ensayo de Ana Hebra Flaster, una periodista y escritora, que escribe sobre temas complejos de los que no se habla lo suficiente en nuestra comunidad cubana. A partir de las protestas del 11 de julio en Cuba el año pasado, ella escribe sobre su niñez en Cuba y las memorias de un “acto de repudio” que recuerda de ese entonces. No pudo olvidar la experiencia  después que ella fuera adulta y su familia empezara una nueva vida en New Hampshire. Con una sinceridad intensa ella investiga la historia de las actos de repudio en su ensayo, “Siempre Pa’lante,” examinando como se han mantenido hasta el presente en Cuba. Queriendo entender el significado de esta historia dolorosa, busca una comunidad diversa de cubanos americanos en la zona de Boston que, como ella dice, “querían hacer algo constructivo mientras Cuba lucha por evolucionar.” Las conversaciones con esta comunidad, junto con un intenso proceso de reflexiones personales, la llevan a una comprensión profunda de los temas duros de nuestra historia, y encuentra una nueva esperanza. Ana misma tradujo su ensayo al español y le pidió a su amiga en La Habana que le diera un vistazo. Ese puente hacia y desde Cuba también nos da esperanza.

Abrazos, Ruth & Richard


por Ana Hebra Flaster

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Esa noche de verano, en 1967, yo creí que jugábamos un juego nuevo. Todavía estábamos viviendo en Cuba, en Juanelo, un barrio humilde y muy unido, ubicado en la periferia de La Habana. De pronto, mis padres se habían levantado de sus sillas y corrían por toda la sala, mientras apagaban las luces. Cuando empecé a reír, Abuela me tapó la boca con su mano y nos arrastró a mí y a mi hermanito detrás del sofá. Mis padres gatearon por el piso hacia nosotros. Algo horrible había forzado a mis enérgicos padres a arrodillarse. ¿Qué me haría aquello a mí, o a Abuela o a mi hermano?
La memoria de esa noche se había mantenido diluida y gris, como la luz que filtraba por las persianas de cristal de las ventanas del frente de la casa. Pero empezó a resucitar en mí cuando ya era adulta y madre de mi propia hija de cinco años, la misma edad que tenía cuando salimos de Cuba, y nos encontramos, casi sin explicación, en New Hampshire. Se me despertó un asombroso apetito por conocer los detalles. Martillaba a mi familia con preguntas, contrastaba sus testimonios, unos con otros. Encontraba inconsistencias que para mis parientes eran insignificantes, pero para mí, esenciales. Solo con los detalles podía recrear un mundo que había perdido y que ahora necesitaba retener en mi mano. A veces la memoria les fallaba. “Ay, chica,” Tía Silvia me dijo una vez. “Eso fue hace como un millón de años. Pregúntale a tu mamá.”

La memoria de la noche del juego-que-no-era-juego era distinta. En cuanto les dije de lo que me acordaba, parecía que habían dejado de respirar a la misma vez, la misma expresión atónita en sus ojos. “Eso fue al empezar la Guerra de Seis Días,” dijo Papi, mirando hacia algo que solo él podía ver. “Fidel había estado hablando por el radio, atacando a Israel. Los revolucionarios siempre marchaban por las calles después de sus discursos. Querían alardear de su lealtad.” Dejó de hablar de repente, regresó a nosotros. “¡Ñó! ¡Qué susto pasamos!”

Para aquel entonces, ya todo el mundo sabía que éramos oficialmente gusanos, esperando por nuestros permisos de salida y blanco fácil para los revolucionarios apasionados. Como todos los gusanos, mis padres sabían que se tenían que esconder en cuanto escucharon la turba en la esquina. Por una larga media hora, la turba nos gritó insultos y amenazas. Hicieron un escándalo golpeando cazuelas y latas que tenían en las manos. Un grupo entró al portal y empezó a darle golpes a la puerta. Alguien rompió una ventana. Los pedazos de cristal volaron sobre el piso de losa. Papi vio que un hombre levantaba a otro frente a la puerta. Estaban halando una lámpara que mi madre acababa de comprar para el bombillo del techo.

Mami hizo una mueca con la boca cuando se acordó de la lámpara. “Yo me paré en una cola larguísima bajo tremendo sol para comprar esa estúpida lámpara.”

Papi sonrió. “Te acuerdas lo que nos gritaron? ‘¡Ustedes se van! ¡Ya no la necesitan!’”

Todos se rieron. Estaban buscando humor en un cuento doloroso, como siempre, una táctica que ya yo conocía bien. Ese viejo alarde cubano que empujaba su dolor hacia abajo, y abajo, y abajo. Hasta que ya no podía más, y el dolor necesitaba ternura, o por lo menos ser reconocido. El juego-que-no-era-juego nos dejó huellas. El terror y el shock, el odio que desgarró lo que debía ser una suave noche de verano, nos cambió a todos.

Cuatro generaciones de nuestra familia materna familia materna, en el verano de 1967, en La Habana. Mi hermano, mi padre y mi madre están en la última fila, de izquierda a derecha. Mi abuela, en la fila del medio, a la derecha. Su cuñada, su hermano y su padre, de izquierda a derecha en la misma fila, nunca pudieron salir de Cuba. Yo estoy en el centro de la primera fila.

Lo que nos pasó esa noche recibió un nombre oficial durante la Crisis del Mariel en 1980, “actos de repudio.” Organizados por los comités de la defensa de la revolución en cada cuadra, por la federación de mujeres cubanas, o por cualquier otro grupo, estos “actos” incluían bullying, vergüenza pública y golpizas a las personas que no eran suficientemente revolucionarias. Habían estado ocurriendo desde que el gobierno revolucionario tomó el poder, y tenían, como mínimo, su aprobación tácita. Pero en 1980, los actos se hicieron más severos y violentos. Algunos duraban días, y dejaban a las víctimas bloqueadas en sus hogares, sin electricidad, ni agua, ni gas.

Siempre pensé que los actos habían empezado con la revolución de 1959, pero el historiador cubano Abel Sierra Madero rastreó sus orígenes, por lo menos hasta la época de la dictadura de Machado. Madero dice que “la porra machadista fue responsable de desapariciones, asesinatos que buscaban aniquilar la disidencia y resolver la crisis política.” Él cree que la tradición revivió seis meses después de que el gobierno de Fidel Castro tomara el poder, en junio 1959. Esa vez el blanco fue el Diario de la Marina, un reconocido periódico que se había virado contra el nuevo régimen. En 1960, el periódico fue eliminado por completo.

Marcha por la 5ta Avenida en La Habana, frente a la embajada peruana, en abril de 1980. Foto: Granma/Fernando Lezcano. Del artículo “Pequeña historia natural de los actos de repudio en Cuba,” por Mario Luis Reyes, 22 de febrero del 2021.

Los actos de repudio o mítines de repudio, como a veces se les dice, siguen en acción hoy. Vi como aumentaban esos incidentes durante las protestas inspiradas por artistas y creadores a fines del 2020, otra vez después del levantamiento del 11 de julio del 2021, y más recientemente cuando se anunciaron las manifestaciones para el 15 de noviembre del 2021 en favor de la democracia. Pareciera que ahora los actos se hacen contra un tipo de víctima nueva, como apuntó el periodista Mario Luis Reyes, en un artículo de marzo del 2021 sobre la historia de estos actos. “Cuarenta años después,” escribe, “el modus operandi es prácticamente el mismo, con la diferencia de que antes se repudiaba a quienes deseaban emigrar, pero ahora se agrede a quienes exigen cambios para continuar viviendo en Cuba.” Lo que no ha cambiado para mí, es el hecho de que cada noticia de un acto de repudio me despierta esas viejas memorias y encienden un sentido de impotencia que me enfurece.

Leí las noticias meticulosamente, estudié las caras en las fotos y los videos, noté el lenguaje corporal de los niños, me preocupé por las abuelas al fondo de las escenas. A veces, las víctimas les gritaban a sus agresores, reclamando sus derechos humanos, o apelando a la decencia. Muy a menudo, sus ojos revelaban el miedo y la vergüenza que trataban de ocultar detrás de su ira. En esos esfuerzos fallidos, vi una vulnerabilidad tan completa que las víctimas parecían estar casi desnudas. Sentí vergüenza por ellos—y por mí misma por haberlos visto.

Tal vez por eso empecé a estudiar más de cerca las otras caras, las que cometían los actos. La rabia y el odio estaban al frente de todo, en la gritería, los ojos saltones, los brazos agitados, los empujones, las patadas, los halones de pelos. Pero otras veces las caras demostraban más de lo que querían. Vi desdén, personas que se mantenían a las orillas, apartados, que apenas gritaban, miraban al suelo, mantenían los brazos abajo, tiesos. Había otra narrativa aquí y, tal vez, otro tipo de víctima. ¿Qué tipo de presión estaba forzando a estas personas a este acto? ¿Era hambre? ¿Miedo? ¿Les habían enseñado a los jóvenes en la turba que esto era solo una especie de juego?

Siempre había visto a estos cubanos como los enemigos, una rama despreciable del árbol de la humanidad que se había vendido por una ideología—o por la javita de pollo congelado. Ahora veía algo más preocupante. ¿Podrían ellos ser nosotros? Quería creer que aunque tuviera niños hambrientos en casa jamás me pararía en esa acera a gritar insultos a alguien solo por pensar diferente. Al ver otras posibilidades, la rabia que sentía empezó a disminuir, aunque la tristeza que me provocaban las noticias permanecía.

Para mí, el ingrediente esencial de la cultura cubana es una especie de calor especial. Lo siento en cuanto entro a un hogar cubano, como si un chal rojo y anaranjado cayera sobre mis hombros—tan real como el beso que pronto sentiré en la mejilla. Los actos de repudio asfixian la fuente de ese calor—destruyen la parte de la naturaleza cubana que siempre he valorado como un tesoro. Esa violación es lo que me ofende tan profundamente cada vez que recuerdo esa noche de 1967 o leo sobre un acto en el 2022.

Acto de repudio a raíz de los sucesos de la Embajada de Perú en La Habana, cuando 10,000 Cubanos pidieron asilo. Foto: ECURED. Diario de Cuba articulo, 22 de octubre del 2020.

Con la llegada de otro invierno lleno de nieve en Nueva Inglaterra, decidí alejarme de esta tristeza y tratar de restaurar la pérdida. En estas tierras norteñas encontrar un cubano es como capturar un unicornio, pero busqué y encontré un grupo de cubanos jóvenes, por lo menos la mayoría lo eran, que también se habían encontrado en Boston y estaban tratando de crear una comunidad. Ellos, igual que yo, querían hacer algo constructivo mientras Cuba lucha por evolucionar.

Mientras escuchaba los cuentos de mis nuevos amigos, oía los míos propios. Yordan, uno de los fundadores del grupo, cuenta con frecuencia frente el micrófono en nuestras manifestaciones un cuentode su abuela despidiéndose de su familia en el aeropuerto José Martí, ellos sin poder moverse hacia la puerta y el futuro nuevo. “¡¿Qué esperan?!” los regañó, las lágrimas cayéndole por la cara. No podían responderle. No entendían qué les pasaba, por qué no se podían mover. “¡Váyanse! Pa‘lante. ¡Ya!” Casi que gritaba. Yordan nunca la volvió a ver. Por eso la resucita casi cada vez que nos ve, uniendo de alguna manera a este grupo diverso de cubanos norteños.

Algunos son hijos o nietos de cubanos. Otros vinieron durante el Mariel. Algunos por avión y otros en balsas. Hay Republicanos, Demócratas, y personas que se callan o se agitan cuando se empieza a hablar de política. Un día, una mujer empezó a rezarle abiertamente a Dios por el bien de Cuba, mientras algunos en el grupo se mostraban incómodos. Es obvio que algunas personas tienen muy buena situación y otros son trabajadores. Hay jóvenes y viejos, negros, blancos y mulatos. Un hombre usa una silla de ruedas eléctrica. Se besan cuando se ven y no dejan de debatir el mejor método de asar un puerco en la nieve.

Captura de pantalla del acto de repudio contra la periodista independiente Iliana Hernández z, el 8 de diciembre del 2020, en Cojímar, Cuba.

Con tanta diversidad, se me ocurrió que alguno de ellos pudiera haber participado en un acto de repudio. En la primera manifestación que asistí, en el capitolio de Massachusetts, miraba las caras de mis compatriotas. ¿Sería posible que alguno de ellos estuviera gritando Cuba Libre en este aire congelado como penitencia por viejos pecados?  Algunos de los más mayores del grupo podrían haber participado en los actos como estudiantes durante el Mariel o tal vez cuando la crisis de balseros de 1994. En esos días—y ahora también—a los estudiantes se les sacaban de las clases para ir a los actos. Pero nuestro grupo había estado reuniéndose por poco tiempo, y yo era uno de los miembros más recientes. Aunque tuviera mis dudas, no me atrevería a hacerle semejante pregunta a ninguno de ellos.

Me sacudí de esos pensamientos y empecé a ayudar a una de las mujeres mayores con los panfletos que íbamos a distribuir ese día. Xiomara temblaba del frio—y estaba de mal humor.

“Mira como tienen a mi bandera. Arrastrada por el piso,” dijo, disgustada al ver que la bandera cubana que habíamos colgado del gazebo portátil rozaba la acera. Intenté distraerla con preguntas de su vida en Cuba, pero esto la aceleró más.

“¡Xiomara!” Una mujer joven caminaba hacia nosotras con un señor mayor a su lado. Nos presentó a todos, y se me acercó cuando Xiomara y su nuevo amigo empezaron a hablar. “Puede ser un poco quejona,” me dijo, “pero es genial cuando se tranquiliza. Soy Elena. Vamos a mirar los carteles.”

Junto a la pila de posters, una señora alta, negra, buscaba donde poner su cartera de Fendi. Por fin la tiró sobre unas mochilas y empezó a revisar los carteles. “Este sí que está bueno,” nos dijo, virándose hacia nosotras. Sostenía en sus manos, cubiertas con guantes de cuero fino, una pancarta con un duro mensaje hacia las dictaduras. “¡Viva Cuba!” gritó, sonriendo, el poster en una mano y la otra extendida hacia nosotras. “Sonia.”

No podía imaginar a Sonia ni a ninguno de los otros participando en un acto de repudio. Pero, de todas formas, yo quería entender qué es lo que impulsa a las personas a participar en ellos y cómo les afecta esa decisión a través de los años. En los testimonios de cubanos que participaron en estos actos he encontrado respuestas a esas dos preguntas.

María del Carmen, quien todavía vive en Cuba, tenía quince años en 1980, cuando empezó la crisis del Mariel. Una mañana, el director de la escuela entró al aula y ordenó a los estudiantes montar un acto en la casa de un maestro que estaba tratando de irse del país. Han pasado cuarenta años, pero todavía ella se acuerda de los insultos que coreaban ese día. “…todo el instituto fue movilizado para ir…No recuerdo que se tiraran huevos, porque como veníamos de la escuela no teníamos. Para nosotros era como una diversión…no comprendí lo que hicimos; creía que el profesor estaba traicionando a la Patria.” Pero con la madurez y el paso de los años, comprendió la violencia y la injusticia de esos actos. “Empecé a sentir una profunda vergüenza y me juré a mí misma que jamás por ningún motivo participaría ni apoyaría semejantes atropellos.”

Entonces, por lo menos para algunas personas que participaron en ellos, estos actos dejaron sus huellas, los cambiaron para siempre. El reconocido artista cubano Erik Ravelo lo ha confirmado. Él estaba en sexto grado cuando su maestro llevó a toda la clase a participar en un acto. Coreaban insultos mientras que una señora mayor, la madre de un disidente, fue golpeada delante de ellos. “Nunca voy a olvidar semejante barbaridad. Nunca.  Le reventaron los espejuelos. Sangrante, se la arrebataron a la masa enardecida y la metieron en una patrulla. Y se la llevaron.”

Ravelo, quien ya no vive en Cuba, ha usado su arte para denunciar los actos, los cuales considera “una de las páginas más tristes, más bajas y más inhumanas” de la historia de cuba. En Doctrina, su obra fotográfica sobre este tema, critica el uso de niños en los actos. A Ravelo le impresionaron las reacciones de otros cubanos ante la imagen poderosa de esta pieza. Uno de ellos le escribió al artista, “Yo fui también ese niño.” Su respuesta al observador de la obra refleja el sentido de culpabilidad que comparte con él—y un pedido de merced. “Sí tigre, por desgracia todos fuimos ese niño.”

¿Sería posible que uno de mis amigos nuevos también fue ese niño? ¿O que una de ellas fue como yo, la niña dentro de la casa bajo ataque? A lo mejor mis amigos nuevos me han dicho todo lo que necesito saber a través de sus acciones recientes. He visto como están tratando de reclamar algo especial que le robaron—o que ellos botaron, en su confusión o por miedo.

En este invierno frio de Nueva Inglaterra, ellos están buscando a otros que hablen con ese calor especial de nuestra cultura. Es un calor que sentí recientemente, cuando el tema de los actos de repudio surgió luego de que alguien hablara sobre uno que se había puesto violento. Una mujer en nuestro grupo empezó a contarnos los detalles de uno que ella había sufrido hacía años. Cuando terminaba el cuento, sonrió y le sacó un detalle cómico al incidente. Exactamente como hacía mi familia.

Esa chispa de familiaridad nos mantiene juntos, tendiendo la mano uno al otro. Y eso me dice que estas personas quieren hacer lo correcto ahora, para mejorar la situación en el hogar que dejamos atrás—y en el nuevo que estamos construyendo. Esos son los actos que voy a apreciar por ahora. Positivos, constructivos, comprensivos. Hay que caminar pa’lante.

Cubano-Americanos protestando por las violaciones de los derechos humanos en Cuba. Capitolio de Massachusetts, Boston, 14 de noviembre del 2021. Foto: Ana Hebra Flaster.

 

Ana Hebra Flaster tenía cinco años cuando su familia escapó de Cuba en 1967. Ana aspira a honrar la experiencia del inmigrante y de la cultura Cubano-americana a través de sus escritos y cuentos, los cuales han sido presentados en transmisiones nacionales de All Things Considered, de NPR, Stories from the Stage, de PBS, y en periódicos nacionales como The Wall Street JournalThe Washington PostThe New York Times y The Boston Globe. Sus obras han sido seleccionadas para antologías como Alone Together: Love, Grief and Comfort in the Time of COVID-1, ganadora del premio Washington State Book Award for Nonfiction del 2021. Ana es invitada con frecuencia a hablar con estudiantes de high school sobre la escritura, Cuba y la experiencia de refugiados e inmigrantes.

Próximamente, Ana estará publicando sus memorias, Radio Big Mouth. La historia cuenta la transformación de su familia, de revolucionarios desilucionados en un barrio humilde de la Habana a refugiados en shock en un pueblo cubierto de nieve en New Hampshire.

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Ruth Behar, author and creator of Bridges to Cuba
Richard Blanco, poet and creator of Bridges to Cuba
Macondo: A Homeland for Writers

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