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Cubana-irlandesa: Habitar un centro que no puede ser ocupado
Jun 18, 2020
Después de una breve pausa debido a los cambios en las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos, volvemos a nuestro blog para ofrecer nuevas reflexiones y seguir construyendo los puentes hacia/desde Cuba (por favor, lean nuestra carta en la página Acerca del proyecto). Para comenzar este mes, estamos encantados de presentar la voz aguda y cautivadora de Andrea O’Reilly Herrera en su ensayo, “Cubana-irlandesa: Habitar un centro que no puede ser ocupado”. En este cuento de dos países insulares, Cuba e Irlanda, Andrea ofrece fascinantes relaciones históricas, emotivas, y etnográficas entre sus herencias cubanas e irlandeses y sus respectivas diásporas. Ella examina cómo estas relaciones han formado de una manera profunda y compleja su sentido de lugar y de ser; ella lo expresa tan claramente, “… este paradójico sentido de pertenencia y no pertenencia …” Andrea es Profesora de Literatura y Estudios de la Mujer y de Etnia, cofundadora del Centro Matriz para el Avance de la Equidad Social y la Inclusión, y Vicerrectora Asociada de Equidad, Diversidad e Inclusión en la Universidad de Colorado en Colorado Springs.
Abrazos,
Richard y Ruth
Andrea O’Reilly Herrera
Nacida en la primavera de 1926 en un dormitorio en la casa de sus padres en El Vedado, mi madre se fue de Cuba por primera vez durante la sangrienta dictadura de Gerardo Machado. A partir de ese momento, mis abuelos mantuvieron un pie firmemente plantado en los Estados Unidos y el otro en la cola del caimán. Concebida en La Habana durante lo que resultaría ser el último viaje de mi madre a la isla—aunque ella ni lo sospechaba—nací la primera semana de enero de 1959 en una pequeña y unida comunidad diaspórica cubana en Filadelfia. Aunque era la época de Jim Crow, y gran parte de nuestra familia experimentó discriminación cuando llegaron a los Estados Unidos, formábamos por sí solos una isla flotante, tan centrados en los asuntos cubanos que incluso los acontecimientos del Movimiento por los Derechos Civiles se convirtieron en secundarios.
Consciente de las apasionadas y a menudo dolorosas discusiones, me di cuenta de las adversas condiciones psíquicas, sociales y políticas a las que la gente desplazada se adapta para sobrevivir; así como la agonía correspondiente de ser separado permanentemente de la patria, su gente y su cultura. Todavía recuerdo haber visto a mi abuelo aplanar sobres de sopa seca de Lipton en el mostrador de la cocina, y enviarlos por correo a familiares y amigos en la isla, junto con notas escritas a mano en una letra claramente extranjera y vigorosa. Siempre incluía fotografías de la familia, inscritas con fechas y nombres y envueltas en papel carbón con la esperanza de que no fueran descubiertas. Y también recuerdo nuestro sentido colectivo de violación e indignación cuando estas mismas cartas eran devueltas, abiertas bruscamente y vaciadas de todo menos las fotografías fragmentadas, con nuestras cabezas cortadas y cuerpos decapitados y rotos en pedacitos.
Sensibles a la difícil situación de los demás como resultado de esta experiencia, mis padres y abuelos abrieron nuestra casa a un grupo ecléctico de personas de todo el mundo, que incluía a parientes, conocidos e incluso a gente desconocida. Todos ellos habían abandonado sus países de origen en diferentes grados de privación y, como consecuencia, se convirtieron en parte de nuestra familia “extendida”. Aunque mis padres estaban luchando por mantener a su propia familia—seis en total—de alguna manera lograron mantenernos alimentados y vestidos. Los bebés y los extraños, mi abuela me aseguró, siempre llegan con panes escondidos bajo sus brazos. De hecho, nadie fue rechazado ni pasó hambre, aunque todos competíamos por ser el primero de los niños en servirse cuando los platos de la comida pasaban de mano en mano alrededor de la mesa.
Cada domingo, familiares y amigos se reunían en la casa de nuestros abuelos y compartían historias de sus vidas en Cuba. Mientras mi abuela frotaba espirales como antiguos jeroglíficos en mi espalda, escuchaba con una sed insaciable mil y un cuentos inverosímiles sobre huracanes que arrasaban pueblos enteros y largos veranos calurosos en el campo, donde mi madre y sus hermanos montaban a caballo en las montañas sin sillas de montar, chupando caña de azúcar hasta que el guarapo caliente corría por sus mejillas morenas. Casi podía oír el sonido de los vendedores pregonando su mercancía—mango, mamey, guayaba, anón—y me estremecía mentalmente cada vez que mi madre describía el cuerpo retorcido y los gritos agonizantes del alcalde, arrastrado por las calles por una banda de hombres a caballo. Estos recuerdos amoldaron mi imaginación indeleblemente.

Tal vez porque fuimos socializados principalmente por relaciones y amistades maternas, las historias sobre la familia de mi padre llenaron los estrechos márgenes de nuestros recuerdos, e Irlanda permaneció en los pasillos traseros, eclipsada por las historias de la lucha de inmigrantes. Sólo más tarde en la vida, al descubrir al poeta irlandés Yeats, me di cuenta de que los cuentos que me hacía mi papá para acostarme, los que me inspiraron a ser escritora, estaban llenos de duendes traviesos y sílfides celtas azules. Hijo primogénito de una pareja de emigrantes económicos que se conocieron en Filadelfia a principios de la década de 1920, mi padre nos recordaba cada vez que podía las dificultades que padecieron durante la Gran Depresión.
Cuando era niño, deambulaba solo por las calles del oeste de Filadelfia, vendiendo manzanas y lápices por una miseria, que colocaba en la palma vacía de su madre cuando regresaba a casa al anochecer. En la edad adulta, Da—mi papá—nunca podía soportar desechar las sobras, y lo atrapamos cortándoles las barbas mohosas a las costras de pan y pequeñas cuñas de queso que habían pasado mucho tiempo de sus fechas de caducidad. Aunque su pobreza era extrema, su madre—mi padre a menudo recordaba—nunca dejó de estar siempre peinada y lucir su ropa lavada y planchada. Mi abuelo—el delgado irlandés de Dublín y Cork, que tocaba el violín y fumaba pipa y se bloqueó a sí mismo detrás de una alta valla de eslabones de cadena durante semanas en la lucha por formar los primeros sindicatos en Filadelfia—siempre permaneció en las sombras, eclipsado por la memoria de Mary, una hermosa joven irlandesa del condado de Mayo, que arreglaba minuciosamente palillos de dientes en patrones intrincados, que regalaba a los amigos, y escribía sobre sus sueños en un cuaderno de piel verde, que siguió siendo el único testimonio visible de su vida después de su muerte prematura, dando a luz al hermano menor de mi padre. Mi padre lloró a su madre por el resto de sus días, mucho después de que su cabello se convirtiera en hilos plateados y sus ojos azules pálidos en océanos acuosos. Destacado en el Pacífico Sur durante la Segunda Guerra Mundial, se enteró de su muerte lejos de ella. La pérdida de mi hermana menor a los diecinueve años sólo agravó su dolor: un sumidero cada vez más profundo, un oscuro abismo que se derrumba bajo el peso del dolor insuperable.

Mi abuelo irlandés se volvió a casar poco después de la muerte de Mary, y se volvió a casar varias veces después, un hecho que descubrí por casualidad mucho después de la muerte de mi propio padre. Poco a poco los hermanos de mi papá se dispersaron en diferentes direcciones, porque el epicentro se les había derrumbado. Viviendo prácticamente en un aislamiento cultural y rodeado de una familia de personas que no hablaban inglés, mi padre aprendió a comunicarse en un cubano entrecortado—inventando palabras cuando era necesario. Desarrolló un amor de por vida por Ernesto Lecuona y Beny Moré, y saboreaba galletas con guayaba y queso crema y los moros y cristianos que se servían en casi todas las comidas. Fue sólo durante mi primer viaje a Irlanda que me di cuenta del hecho de que aunque mi padre había cultivado Cuba dentro de sí como una orquídea en un invernadero, él era en el fondo un irlandés.
Cruzando de Liverpool a Dublín en un ferry, mi corazón comenzó a palpitar, inesperadamente, y mis ojos se llenaron de lágrimas cuando la sombra incandescente de la costa de Irlanda emergió de la niebla verde y se puso a la vista. De repente, la idea de que mis abuelos irlandeses—al igual que mis parientes maternos—habían abandonado solos su país natal, con las manos vacías y sin saber que nunca regresarían a su amada patria, me sobrecogió como una ola fría y salobre. Mientras atravesaba la isla, tuve una experiencia similar a la que describo en un artículo testimonial que narra mi primera visita a Cuba (“Return to the Familiar”, Interviewing the Caribbean). De pie en la desembocadura del puerto de Cork, donde mi abuelo partió hacia los Estados Unidos, comencé a entender de alguna forma más compleja y profunda lo que había estado atrapado entre el silencio y las palabras ocasionales, el dolor que siempre se dirigía a las esquinas de la boca de mi papá y se revelaba en sus ojos. De repente, la vida de mi familia paterna en Irlanda se hizo tangible; y la profunda sensación de desplazamiento y alienación que mis abuelos debieron haber sentido era visceral, una sensación de no pertenencia y aislamiento que mi padre había heredado, visiblemente, y que estaba en mi pecho como una bruja nocturna. Atravesando las mismas calles desgastadas suavemente por mis antepasados—calmada por el paisaje verde luminiscente, la niebla suave y siempre presente y la fragancia de la tierra—me encontré con mi padre y mis abuelos, mis tíos y primos y tías en los extraños que andaban por el pavimento de bloque belga, y me reconocían antes de que mis ojos se toparan con su mirada. Y más de una persona exclamó al verme, ¡Es obvio no luces así por lamer una piedra, muchacha! Los escuchaba en los vientos eólicos tristes que doblan los pinos resistentes de las islas Aran hacia el mar; y los reconocía en la extraordinaria belleza que brota inesperadamente de los grikes pedregosos del Burren. Probé mi herencia celta en pedazos gruesos y calientes de pan de soda, ahogados con trozos sin sal de mantequilla rotada a mano, y la espuma de color caramelo que flota en la superficie de la cerveza. Y escuché a Da claramente en los intercambios un poco picantes fuera de los pubs en Galway, con expresiones familiares cuyos orígenes nunca había ponderado o sondeado. Criminey, amor, eso no es cricket. Estas eran sólo algunas de las cosas que Da diría.
Durante el transcurso de mis viajes irlandeses, consideré por primera vez las afinidades históricas y culturales con Cuba. Compartiendo una geografía que genera una relación muy particular, agridulce con el mar, ambas son naciones insulares, un hecho que establece a Irlanda y Cuba como sitios de convergencia e interacción migratoria, circuitos y recipientes para todo tipo de intercambios y violaciones. El mar que los circunscribe y finalmente los define sugiere fluidez perenne, movimiento constante y polinización mixta. Además, el catolicismo romano era la religión predominante y la mayor denominación cristiana en ambos países antes de que la revolución de 1959 alterara esa realidad en Cuba. Me di cuenta que un tejido subyacente conectaba a ambos países en una historia de intervención, violencia y opresión colonial. Uno de los legados consecuentes del colonialismo, tanto en Irlanda como en Cuba, es el fenómeno de la dispersión o diáspora, un término atribuido a Mary Robinson—una prima segunda política de mi padre por matrimonio—representativa del éxodo de irlandeses durante y previo a la Gran Hambruna y de las diversas poblaciones que viven fuera de la isla. Similar al impacto que tuvieron en Cuba la lucha por la independencia y la revolución de 1959, la Gran Hambruna afectó permanentemente el panorama demográfico, cultural y sociopolítico de Irlanda, ya que se estima que un millón de irlandeses murió y un millón emigró entre 1845 y 1849. (Basado en datos oficiales de inmigración, 1.6 millones de cubanos han emigrado a los Estados Unidos entre 1959 y 2018.) Los consecuentes problemas políticos y económicos que Irlanda enfrentaba impulsaron una ola de emigración continua hacia el siglo XX, que incluyó a mis propios abuelos paternos. La hemorragia continuó durante unos setenta y cinco años; siendo así, la población de ascendencia irlandesa que vive fuera de la isla supera a la población en Irlanda hasta el día de hoy. Como resultado, el legendario duelo o keening de los irlandeses—que está enmascarado por un sentido del humor ingenioso y satírico que se puede comparar a una forma de intercambio al que los cubanos se refieren como choteo—se basa en una conciencia persistente de violación, desplazamiento, separación y pérdida.

Aunque yo no fui desplazada en un sentido literal, mi conciencia y sentido de identidad fueron moldeados desde la primera infancia por la pérdida de Cuba y la separación de nuestra familia. Sin embargo, esta conciencia fue sustituida, y mi formación de identidad se basó en la idea de una nación (para tomar prestado el concepto de Homi K. Bhabha) cuya presencia se había arraigado en ausencia. En efecto, había heredado una idea de un mundo—una cultura y una nación—que era esencialmente ingrávido—un mundo sin escapularios ni monumentos, sin ruinas físicas y piedras sagradas, a los que accedí intuitivamente y capté vicariamente. Suspendida entre el aquí y el allá, el pasado y el presente, recuerdo sentir, incluso desde muy pequeña, un profundo y perpetuo sentido de la no pertenencia. Sin embargo, de lo que no me di cuenta hasta este primer viaje a Irlanda fue que estos sentimientos fueron informados tanto por las pérdidas de mi familia cubana como las experimentadas por los irlandeses. Los pasajes acuosos que separan a los que permanecieron en Cuba e Irlanda y a los que se fueron son emblemáticos de una herida fantasma inefable que no sanará.

Cuando comencé mi trabajo sobre la diáspora cubana a mediados de la década de 1990, quise alterar la noción de un estado-nación limitado y desafiar la tradicional contraposición binaria entre la isla y la diáspora. Lo más fundamental es que mi objetivo era verbalizar, y validar o autenticar, las experiencias de aquellos de nosotros nacidos y/o criados fuera de la isla, que alegaban tener una capacidad intuitiva e impresión filial con Cuba. Sin embargo, habían sido hasta ahora prácticamente descartados o ignorados por la comunidad diaspórica cubana en general, al igual que por aquellos que residen en la isla. En mi búsqueda de un lenguaje y un paradigma, me inspiré en varios marcos teóricos. Tal vez no sea casualidad que el trabajo de los eruditos de la diáspora irlandesa resonara más profundamente, ya que captaba este paradójico sentido de pertenencia y no pertenencia, así como el anhelo y el dolor por un lugar que nunca habíamos visto con nuestros propios ojos, sino que habíamos accedido no a través de la narración y las fotografías, sino más bien a través de la intuición y los sueños. Según el antiguo concepto de la quinta provincia—una idea basada en un espíritu de atemporalidad y no localidad arraigada— la Irlanda moderna, observa el erudito irlandés Richard Kearney,
… se compone de cuatro provincias. Y sin embargo, la palabra irlandesa para provincia es coiced que significa quinto. Esta división de cinco partes es tan antigua como la propia Irlanda, sin embargo, hay desacuerdo sobre la identidad de la quinta…. Este lugar, este centro, no es una posición política o geográfica, es más como una disposición…. La quinta provincia puede ser imaginada y reinventada; pero no puede ser ocupada. En la quinta provincia siempre se trata de pensar lo contrario.
El proceso de desarraigo, trasplante y re-sembrado que tipifica las trayectorias históricas modernas de Cuba e Irlanda sugiere que ambas islas siempre han tenido puntos adicionales de gravedad o contacto, que no pueden localizarse únicamente de acuerdo con los limites geopolíticos o circunscribirse de acuerdo con configuraciones regionales específicas. Estos puntos externos de gravedad, además, han sido críticos para el proceso de definir un sentido más expansivo de lo que es ser irlandés o cubano, independiente de cualquier presencia colonial o neocolonial, una idea presenciada por las diversas comunidades exiliadas formadas fuera de ambas islas en los siglos XIX y XX. En mi escrito sobre la expresión cultural diaspórica cubana, adapto el modelo de Kearney. Dado que la Cuba moderna está compuesta por catorce provincias y un municipio (Isla de la Juventud), propongo que las siempre cambiantes zonas “deslocalizadas” de la diáspora, los espacios deslizantes del aquí, que siempre están en contrapunto con el allí y colectivamente constituyen el éxodo posterior a 1959, se pueden conceptualizar así como una decimoquinta provincia. Es un espacio que nunca puede ser completamente ocupado o habitado, ya que como el concepto de la quinta provincia, ‘habitar’ este espacio es siempre una cuestión de pensar de otra manera. Este modo de pensar de otra manera da paso, a su vez, a una cierta disposición—una cierta forma de ser, tal como lo expresó mi mentor, el teórico cubano Antonio Benítez-Rojo—un estado de mente o conciencia que atraviesa generaciones y espacios geográficos.

Antes de mi primer viaje a Cuba, mis colegas y amigos insistían en que este viaje sería transformador, que mi vida se dividiría en dos partes, y mediría mi existencia a partir de ese momento en que viera el dobladillo escalonado del Malecón. Otros creían que me sentiría como una completo extraña, desconectada, desilusionada y amargamente decepcionada. Por el contrario, al igual que mi experiencia en Irlanda, fue como si aspectos aparentemente incongruentes de mi identidad—que están encarnados en mi nombre, Carmen Andrea Teresa O’Reilly (un apellido que por cierto aparece con frecuencia en Cuba y en todo el Caribe)—se habían reconciliado. En el proceso recuperé una parte profundamente incrustada y rudimentaria de mí misma que había estado desaparecida como una extremidad fantasma. Como resultado de estos viajes a la fuente, por así decirlo, había extinguido (para citar a Hugh de San Víctor) el impulso de ubicar mi conciencia e identidad en un solo lugar del mundo.[1]
[1] Special thanks go to Diana Johnson, Jorge Duany and Iraida Iturralde for their assistance with the translation.
Andrea O’Reilly Herrera es Profesora de Literatura y Estudios de la Mujer y de Etnia, cofundadora del Centro Matriz para el Avance de la Equidad Social y la Inclusión, y Vicerrectora Asociada de Equidad. Diversidad e Inclusión en la Universidad de Colorado en Colorado Springs. Es una académica de Enseñanza del Presidente y ganadora del Premio Thomas Jefferson de la Universidad de Colorado, el Premio Elizabeth E. Gee Memorial Lectureship y el Premio de Servicio Comunitario de la Facultad de Chase. También fue seleccionada como Presidenta Distinguida Fulbright en Estudios Americanos y completó una residencia en Lublin, Polonia en 2006. Sus publicaciones incluyen una colección de expresiones testimoniales extraídas de la comunidad exiliada cubana y sus hijos que residen en los Estados Unidos (ReMembering Cuba: Legacy of a Diaspora, University of Texas Press, 2001); una novela (Pearl of the Antilles, Prensa Bilingue/Revisión, 2001); una colección editada de ensayos (Cuba: Idea of a Nation Displaced, SUNY Press, 2007); y el libro de texto coeditado The Matrix Reader: Examining the Dynamics of Oppression and Privilege (McGraw Hill, 2008), que presenta un enfoque interseccional para el estudio de la raza, la etnia, la clase, el género, la abilidad, y de sexualidad, etc.. Su trabajo más reciente es una monografía titulada Cuban Artists Across the Diaspora: Setting the Tent Against the House (University of Texas Press, 2011), y The Presence of Absence, una obra basada en su novela que será presentada como una lectura escenificada por el Centro Cultural Cubano de Nueva York en la primavera de 2021.
What a wonderful piece by our dear Andrea this is. Gracias a ella, y a Ruth y a Richard. Bravo!