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Todos los secretos
Jan 31, 2018
Para comenzar nuestro blog en 2018, estamos encantados de presentar un emotivo ensayo de Liliana Ashman sobre cómo su puente a Cuba ha tomado forma a través de los años, pasando de una sensación de inocencia sobre la Isla a la decisión de una mujer adulta de hacerlo parte de su vida. De niña, fue con su padre a Cuba, donde se sintió “empapaba en el calor y el olor de la tierra de un solo golpe”. Ahora, como parte de la generación de cubanos nacidos en Estados Unidos de padres cubanos, se ha convertido en Directora de Avance y Asociaciones de la Fundación CubaOne, donde se dedica a crear oportunidades para que otras personas de su generación viajen a Cuba con el fin de formar puentes culturales significativos y ofrecer apoyo cuando ocurran emergencias, como con el reciente esfuerzo de socorro por motivo del huracán Irma. Cuba tiene muchos secretos para Lili, pero está comprometida a reconocer la importancia de conectarse con la Isla de primera mano, y por eso la aplaudimos y nos regocija trabajar con ella y con el resto del equipo de CubaOne para que la próxima generación viva la experiencia de Cuba.
Abrazos,
Ruth y Richard
—¿Eres cubanoamericana? ¿O americana-americana? ¿O…? —me preguntó la oficial de inmigración, hojeando mi pasaporte mientras me llevaba a una habitación al fondo. Yo acababa de llegar al aeropuerto de Santa Clara. Era mi tercer viaje a la Isla en los últimos seis meses.
Era la pregunta del millón de dólares, pregunta que me he hecho un millón de veces, en mi lucha por plantear mi propia identidad. Hice una pausa y terminé dándole mi respuesta de siempre:
—Mi padre es de Matanzas.
La última vez que había visitado Matanzas con mi padre yo tenía once años, la misma edad que él cuando salió de Cuba en 1960. Salió de La Habana un viernes y ese mismo lunes empezó su primer día en una escuela secundaria en Brooklyn sin saber ni una palabra de inglés. Crecí escuchando los cuentos acerca de mi padre y su primo, sentados en el muro fuera de la casa, viendo los carros pasar, inventado juegos para contarlos. Hasta el día de hoy, mi padre puede nombrar el modelo de cualquier carro y el año de solo un vistazo. En 1959 los revolucionarios marcharon por delante de su casa en Matanzas, celebrando su victoria, regalándoles balas de recuerdo a mi padre y a otros muchachos en la calle. Frecuentemente tengo que recordarme que mi padre y su generación vivieron una revolución, palabra que principalmente asocio con libros de historia.
Mi abuela había llegado a Cuba de adolescente en la década del 1920. Se casó y tuvo un hijo, Jaime. Luego su marido falleció y regresó a Lituania, donde conoció a mi abuelo. Ella le preguntó si quería irse con ella a Cuba cuando regresara y él le dijo que sí. Lo que iba a ser un cambio temporal, y un escape del creciente antisemitismo que conduciría al Holocausto, se hizo permanente a medida que los años se transformaron en décadas. Se hicieron ciudadanos cubanos y llegaron a formar parte de un club de motociclistas de Harley Davidson, llamándose a sí mismos Harlistas. Mi abuelo, Víctor Ashman, se postuló para un puesto en el Concejo Municipal y decidió que su nombre necesitaba sonar más cubano, por lo que legalmente lo cambió a Víctor Larriga, en referencia a sus orígenes en Riga, Letonia.

Mi padre regresó a Cuba después de treinta y siete años por primera vez en 1997. Fue uno de esos momentos de crucial importancia en mi infancia. Nuestro periódico local, Santa Fe New Mexican, publicó un escrito en primera plana. Recuerdo sus emotivas llamadas telefónicas a mi madre cuando volvió a descubrir su país. Poco después, tuvimos un renacimiento cubano en nuestra casa: ropa vieja, flan, y el Buena Vista Social Club a todo volumen en el estéreo. Artistas cubanos vinieron a visitarnos y dormían en nuestro sofá. Más tarde pude ver la obra de ellos en las paredes del Museo de Bellas Artes en La Habana. Mi padre, aunque originalmente judío, se interesó en la cultura yoruba y los quince minutos del trayecto a mi escuela en su Mercedes Benz de 1969 conllevaba escuchar música de los orishas, para mi lamento y el lamento de mi hermano, pues todavía no habíamos comprendido la singular belleza de este patrimonio cultural que compartimos.
Cuando llegué a Cuba en 1999 a la edad de once años, la Isla me cautivó por completo con su encanto. Yo era niña y me llené de Cuba por primera vez con esa inocencia al bajar del avión a la pista de aterrizaje y sentirme empapaba en el calor y el olor de la tierra de un solo golpe. En La Habana, que aún no había recibido el impacto del boom turístico tras el Período Especial, la vida empezaba a volver a su bullicio. En Pinar del Río, hojas de dormidera, que parecían helechos, se cerraban al yo tocarlas, como por arte de magia. En Trinidad, la playa estaba repleta de estrellas de mar. Al mes de haber regresado a Santa Fe, en Nuevo México, un niño llamado Elián González fue rescatado del mar en Miami, y aquella sensación de encanto comenzó a dar paso a sentimientos más complejos. Regresé al año siguiente, sin saber que esta sería la última vez que iría a Cuba hasta los 26 años, cuando viajé con mis padres, ya adulta, nerviosa de que tal vez la visión que tuve de la Isla cuando niña no perduraría. Dos días después de regresar a los Estados Unidos, el presidente Obama anunció que los Estados Unidos iba a restablecer relaciones diplomáticas con Cuba. Después de esto, regresé una y otra vez, volviendo a vivir esa llegada cada vez, empapándome en el calor y el olor a tierra.

Este verano pasado tuve la oportunidad de viajar a Cuba con Ruth Behar y Richard Blanco como parte del programa Tu Cuba de la Fundación CubaOne, donde llevamos a once jóvenes cubanoamericanos a la Isla por primera vez para que se conectaran con su patrimonio cultural y entablaran relaciones con sus homólogos. El viaje, centrado en la literatura, se planificó durante todo un año. Primero conversamos sobre la idea por teléfono mientras yo caminaba dando vueltas en mi apartamento de Brooklyn bajo el sofocante calor del verano, empapada en sudor, en parte porque no tenía aire acondicionado, pero también porque estaba nerviosa de hablar con escritores tan respetados. Resultó ser, sin embargo, que, aunque Ruth y Richard son líderes de sus campos, en su presencia sobraba cualquier sentimiento que no fuera la modestia. Su generosidad de espíritu fue tal que pareciera que ya nos conocíamos desde hacía años. Al prepararme para el viaje, me leí sus libros y me di cuenta de que tenía mucho más en común con ellos de lo que podría haber imaginado. De niña, Ruth había sobrevivido un terrible accidente automovilístico, mientras yo me había operado del corazón. Richard tuvo un gallo llamado Rey y regalaba los huevos de sus gallinas en las calles de Miami, mientras que yo tuve un gallo llamado Fígaro y vendía los huevos de gallina para sacarles dinero.
Ruth había dicho que, de alguna manera, CubaOne era el retoño de “Puentes hacia / desde Cuba”, su trabajo, muy por delante de su época, nos preparó el camino. Fue este sentido de responsabilidad hacia mi generación lo que me llevó a unirme a CubaOne después de llevar a mi amigo Daniel, uno de los fundadores, en su primer viaje a la Isla. Ahora, aquí estábamos todos juntos en La Habana empapados de sudor, pero al menos teníamos esa famosa brisa del mar.

Volví a vivir esa primera llegada a Cuba a través de los ojos de nuestros participantes, que veían la Isla por primera vez, mirando por la ventanilla mientras descendíamos al Aeropuerto Internacional José Martí, la tierra tan roja, las palmas reales elevándose como centinelas desde el suelo colorado. ¿Los colores siempre han sido tan vivos? A lo largo del viaje me vi a mí misma en cada uno de los participantes mientras vivían momentos de autodescubrimiento, manteniéndose abiertos y vulnerables a este lugar paradójico, donde buscamos juntos un terreno de comprensión común.
Visitamos el río Almendares en el Bosque de La Habana, una parada inesperada durante nuestro viaje por la ciudad. El medio hermano de mi padre, Jaime, había sido asesinado aquí, de lo cual me enteré recientemente después de que mi padre y yo viéramos un episodio de Cuatro estaciones en La Habana por Netflix donde un asesinato tuvo lugar en el bosque. Al día siguiente, mi padre rompió a llorar y me contó que Jaime y su novia habían sido apuñalados a muerte. Hay diferentes versiones de lo que sucedió. Según una de ellas, fueron asesinados por un examante celoso que había sido soldado bajo Batista. Otra versión era que había sido un homicidio con suicidio o un doble suicidio como Romeo y Julieta. Nadie en nuestra familia ha regresado a ese lugar, y yo tampoco esperaba venir aquí. Contemplé el río dejando que el sonido de su torrente rebasara mis pensamientos. Esperaba que otros tuvieran momentos emocionales que conectaran con su pasado (y lo hicieron) pero como coordinadora del viaje y veterana de viajes a Cuba, había olvidado que todavía había tantos misterios en mis propias raíces. O tal vez pensé que ya había descubierto todo lo que había que saber. Había visitado la tumba de Jaime en el cementerio judío de La Habana, pero mientras observaba a las tiñosas volar en círculos sobre el río de forma inquietante, me di cuenta de que aún quedaba más por descubrir.

Una mañana me encontré con Ruth en la sinagoga del Patronato, la misma a la que asistía mi familia. Inmediatamente me resultó familiar, a pesar de que nunca había estado allí antes. Ruth y yo intercambiamos saludos de Shabat Shalom, una frase que rara vez he pronunciado, y mucho menos en La Habana. Mi identidad judía es, en muchos sentidos, tan misteriosa como mi identidad cubana. Mi madre no es judía, y como no se ha convertido, desde un punto técnico, yo no soy judía. No me celebraron un bat mitzvah. Pero parezco judía y para nada cubana; una nariz aguileña y ojos verdes (aunque hay quien dice que los ojos verdes son una verdadera señal de ser matancera). Sé más español que yiddish y me como el prohibido pero delicioso lechón. Ocupo un lugar entre judía y cubana, entre americana e inmigrante, entre la niña que visitó Cuba por primera vez y la mujer en la que me estoy convirtiendo. Intencionalmente escribo “Cuban American” sin guión en inglés, como si al eliminarlo de alguna manera borrara mi propia ambigüedad.
Mi viaje más reciente a Cuba fue con CubaOne, en una misión de brindar socorro por motivo del huracán Irma, donde trajimos a cuarenta voluntarios a las tres provincias más afectadas. Yo estaba en la provincia de Santa Clara, para mí una parte nueva de la Isla. En este viaje, todo fue diferente. Rápidamente aprendí que las misiones de ayuda son muy complicadas, tanto en el plano técnico como emocional. Por primera vez me sentí como una forastera que miraba desde afuera un país con el que había crecido toda mi vida. Inspeccionar el daño del huracán y hablar con las familias que habían perdido sus hogares fue difícil de procesar, y meses después, el viaje aún permanece en mi mente. Experimenté la Isla con mayor intensidad que antes; fue una lección de humildad, aunque a veces me sentí perdida e ingenua. Una tormenta tropical azotó a Santa Clara con un torrente de lluvia implacable, y me detuve a imaginarme lo temible que debe haber sido un huracán de categoría cinco.

Empapados y agotados, nuestro grupo se refugió en El Mejunje, una organización comunitaria local para las artes y club nocturno para pasar el rato. Un hombre y una mujer se acercaron a mí, eran altos y delgados, su piel se mezclaba en la noche. Después de presentarse como hermanos, el hombre me puso la mano sobre el pecho y, mirándome fijamente a los ojos, dijo:
—Tienes buen corazón.
Sonreí, dándole las gracias, preguntándome por qué me había buscado. Su hermana asintió:
—De estas cosas, él lo sabe todo.
Me di cuenta de que ella llevaba un gatico acurrucado en sus brazos. Él me apretó la mano:
—Ahora eres mi hermana y yo soy tu hermano.
A mi alrededor, la gente tomaba ron y bailaba al compás de la música, y finalmente empezaba a escampar. Me transporté en la memoria a una noche de julio en La Habana, bailando con Richard y Ruth en el tejado, sin hablar, meciéndonos al ritmo de los tambores y los cencerros que repiqueteaban como conchas de plata. Y me transporté también en la memoria al asiento de cuero en el viejo Mercedes de mi padre y la música de los orishas.
Cuando mi padre y sus abuelos salieron de Cuba, trajeron la sola maleta que les permitían. Cada vez que regreso, llevo más de lo que cabía en esa maleta. Mis recuerdos pesan tanto como el calor, cargándolos de un lado a otro. Llevo en ellos lo que pude vislumbrar de nuestra familia en las fotografías en blanco y negro que mi abuelo había reunido en un libro negro y desvencijado, y los relatos de mi padre que parecen tener capas y que, a medida que pasa el tiempo, se vuelven más detallados e intrincados. Con cada visita, encuentro más significado, y al mismo tiempo se complica lo que pensé que había entendido. Puede que nunca sepa por qué mi abuela y mi abuelo escogieron ir a Cuba, tal vez en cierto modo Cuba los escogió a ellos, pero de no haber sido por eso, yo no sería la persona que soy. No pude conocer a mis abuelos tan bien como me hubiera gustado para formar mis propios recuerdos de ellos, o verlos tener la oportunidad de regresar a Cuba. Los he llevado conmigo a través de mi propio descubrimiento de esa extraña isla que una vez llamaron patria, y continuaré haciéndolo, encontrando respuestas por el camino, sirviendo de puente para salvar las distancias, desempacando lentamente todos los secretos que este lugar aún conserva.

***
Liliana Ashman es pensadora creativa, al igual que trabajadora y colaboradora de la cultura. Su interés en la intersección de las artes y la justicia social la llevó a trabajar con la compañía teatral Smashing Times Theatre en Dublín, Irlanda, donde vivió durante tres años antes de regresar a Nueva York, y fue aquí que comenzó su carrera en fomento cultural con Rattlestick Playwrights Theater. Su herencia cultural cubana y su compromiso con la próxima generación de cubanoamericanos la llevaron a la Fundación CubaOne, donde se ha desempeñado como Directora de Avance y Asociaciones desde su fundación en 2016. Actualmente vive en Santa Fe, Nuevo México.
Eduardo Aparicio es traductor, escritor y fotógrafo. Nació en Guanabacoa, Cuba, y reside en Austin, Texas.
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